¿Qué es la Entropía? Definición y principios

La entropía es el pilar de la segunda ley de la termodinámica. Una entidad probabilística que siempre aumenta y que hace que el Universo tienda inevitablemente hacia el desorden, determinando el flujo del tiempo y el futuro del Cosmos.

Entropía

“La segunda ley de la termodinámica define el propósito último de la vida, la mente y la esperanza humana. Luchar contra las corrientes del Universo. Luchar contra la marea de la entropía, construyendo refugios de orden en medio del inexorable caos”. Steven Pinker.

La termodinámica es la disciplina física que estudia las propiedades macroscópicas de la materia que está afectada por los fenómenos vinculados al calor. Tiene sus orígenes en la mitad del siglo XVII, está determinada por tres leyes que representan tres de los grandes pilares de la física. Unos principios que modulan la naturaleza de todos los procesos que ocurren en el Cosmos.

Y la segunda de ellas se basa en un concepto extraño pero esencial para comprender el flujo del tiempo e incluso el destino del Universo. La segunda ley de la termodinámica es el principio de entropía, una magnitud física que nos dice cómo todo, sin intervención de energías externas, fluye desde el orden hasta el desorden.

Y en el artículo de hoy exploraremos la historia detrás de su descubrimiento, estableciendo los principios de la segunda ley de la termodinámica y viendo cómo la entropía explica que el tiempo siempre fluya hacia la misma dirección y cómo esta tendencia hacia el desorden puede, a través de la teoría del Big Freeze, ser la responsable de la muerte del Universo.

Rudolf Clausius y la segunda ley de la termodinámica

A finales del siglo XIX, Europa estaba asentando las bases de la civilización moderna. La Revolución Industrial iniciada en el Reino de Gran Bretaña en la segunda mitad del pasado siglo hizo que la humanidad viviera la mayor transformación tecnológica, económica y social de su historia. En menos de cien años, vivimos una transición hacia una economía urbana, mecanizada e industrializada.

Y todo ello, que puso las semillas para el nacimiento de la nueva sociedad humana, puede reducirse a algo que, a día de hoy, damos por sentado. Aprendimos a controlar la energía. Y con el desarrollo de la máquina de vapor, un motor de combustión interna que transformaba la energía térmica del agua en energía mecánica, abrimos la puerta a la era industrial.

Y en este contexto, toda la ingeniería europea se centró en aumentar la eficacia de unos procesos industriales que, por el poco conocimiento que teníamos acerca de los fundamentos de la energía, eran demasiado ineficientes. Esta voluntad fue la que nos llevó a establecer los principios de la termodinámica, llegando así a una de las máximas de la física: La energía ni se crea ni se destruye. Solo puede transformarse o transferirse.

Esta ley de la conservación de la energía puso los fundamentos de la termodinámica, pero la verdadera revolución llegaría con la segunda ley. Una ley que no solo nos iba a explicar los fundamentos de la energía, sino que iba a abrir las puertas de los lugares más oscuros de la realidad y a hacer que nos cuestionáramos la propia naturaleza del tiempo e incluso el fin del Universo.

Nos encontramos en la ciudad de Zúrich, hogar de un físico y matemático alemán que se iba a convertir en el primer protagonista de nuestra historia. Rudolf Clausius, quien había sido uno de los fundadores de la termodinámica, era profesor de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich, donde estaba intentando resolver las contradicciones que emergían del principio de conservación de la energía.

La primera ley de la termodinámica nos decía que la energía no podía crearse ni destruirse, pero no había ningún principio que explicara qué llevaba a la energía a transformarse. Esta duda obsesionó a Clausius durante años. Sabía que debía haber algo profundo en los cimientos del Universo que llevara a la energía a cambiar en los procesos termodinámicos. Y un día, viendo simplemente cómo se enfriaba una taza de café, la respuesta apareció ante él.

Era el año 1865. Clausius se dio cuenta de que para que las matemáticas de la termodinámica no se derrumbaran, en el Universo tenía que existir una cantidad fija de energía que seguiría un regla muy estricta. El flujo del calor era un proceso irreversible. Igual que una taza de café a temperatura ambiente siempre va a enfriarse, sin ninguna intervención externa, la energía siempre fluirá de un estado más concentrado a uno más disperso.

Y fue así como, para poner los cimientos matemáticos a este principio que acababa de descubrir, bautizó el concepto de la entropía. Con una ecuación que nos decía que, sin añadir energías externas, una forma de energía siempre va a desplazarse de un cuerpo caliente a uno más frío, en un proceso en una sola dirección. La entropía estaba emergiendo como una medida de cómo el calor se disipa. Y la fórmula de Clausius nos decía que a medida que las cosas se enfrían, su entropía aumenta. A no ser que venga una energía de fuera, todo se acercará a una misma temperatura. La segunda ley de la termodinámica acababa de establecerse y el mundo, por primera vez, oyó hablar de la entropía.

Aun así, en su origen, la entropía se limitaba solo al plano de los flujos de calor. En un proceso energéticamente perfecto, el cambio de entropía sería cero. Pero en el Universo real, la entropía siempre es mayor que cero. Y este incremento inevitable de la entropía es lo que hacía que las máquinas no fueran perfectamente eficientes. Siempre había una parte que se perdía. Y el concepto que medía esto era la entropía. Pero hizo falta una revolución para comprender que la entropía iba mucho más allá de la termodinámica y que escondía los secretos mejor guardados del Universo.

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Boltzmann, entropía y desorden

Era el año 1877. El mundo de la física ha cambiado completamente con la formulación de la segunda ley de la termodinámica y la naturaleza de la entropía ha cautivado a científicos de todo el mundo, obsesionados con comprender los fundamentos del Universo que explicaran por qué esta siempre aumentaba. Pero solo uno de ellos consiguió sumergirse en esa melodía del Cosmos. Su nombre era Ludwig Boltzmann, un físico austríaco que estaba trabajando como docente en la Universidad de Graz y que ya era conocido en el panorama europeo por sus contribuciones a la estadística. Y en un momento en el que ni siquiera había consenso sobre la existencia de los átomos, Boltzmann llegó con una idea radical.

Él afirmó que si nos sumergíamos en las entrañas más microscópicas de la realidad, veríamos que el Universo estaba compuesto de unas partículas en constante movimiento. Boltzmann estaba seguro no solo de que los átomos existían, sino de que estos podían revelar por qué la entropía hacía que el Universo fluyera en un camino irreversible.

Pero esta imagen del Cosmos tenía un gran problema, y es que no podíamos estudiar trillones de esos átomos. Por ello, Boltzmann empezó a trabajar con probabilidades y no con las certezas que hasta ese momento creíamos que explicaban el funcionamiento del Universo. Poniendo los cimientos de la mecánica estadística, Boltzmann explicó el comportamiento termodinámico de la materia como el resultado de la suma de movimientos individuales de pequeñas partículas.

Cualquier entidad macroscópica era la suma de átomos. Y lo que percibíamos como una transferencia de calor, era en realidad una dispersión de la energía a los átomos vecinos, haciendo que esta se dispersara. Una misma energía era distribuida entre muchos más átomos. Así, una energía bien dispersa y en equilibrio apelaba a una alta entropía, mientras que una energía muy concentrada apelaba a una baja entropía.

Boltzmann sabía que estaba llegando a la respuesta. Y describió todo este proceso a través de una fórmula matemática con la que estaba diciendo que había muchas más formas de que las cosas estén dispersas y desordenadas que de que estén ordenadas. Era por esta razón que, por sí solo, el Universo siempre tendía hacia el desorden. Una fórmula que lo unía todo. Una fórmula con la que Boltzmann nos estaba mostrando que el desorden era el destino de todo.

Pero no porque hubiera ninguna ley que empujara hacia este desorden. Boltzmann no estaba hablando de certezas ni de fuerzas. Estaba hablando de probabilidades. Y dijo que la única razón de que no viéramos una violación de la segunda ley de la termodinámica a nivel macroscópico era porque es extremadamente improbable que los trillones de partículas que conforman un sistema colaboren todas a la vez en un mismo sentido.

Este enfoque estadístico de la termodinámica no gustaba a los científicos contemporáneos, que se negaban a aceptar que una ley fundamental de la naturaleza no fuera determinista. Muchos físicos de la época menospreciaron y ridiculizaron el trabajo de Boltzmann, quien ante esta frustración cayó en una depresión que lo llevaría a suicidarse en Trieste en el año 1906. Y aunque pocos años después de su muerte, llegaron las pruebas de que su teoría era cierta, Boltzmann jamás llegó a saber que su concepción de la entropía iba a cambiar para siempre el modo cómo vemos el Universo.

Con Boltzmann vimos que la entropía del Universo siempre aumenta. Y empezamos a hablar de cómo todo tiende desde el orden hacia el desorden. Pero esto no era exactamente cierto. Ni la baja entropía implica orden ni la segunda ley es siempre la tendencia al desorden. Es solo una cuestión de probabilidades. Para algunos macroestados, hay muchísimas combinaciones de microestados que llevan a prácticamente el mismo resultado. Pero hay otros que pueden ser producidos por solo unos pocos microestados. Y con el tiempo y con una mejor comprensión del legado de Boltzmann, conseguimos un profundo conocimiento de la entropía y de cómo esta se relaciona con el vida, el tiempo y el destino final del Universo.

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Entropía: ¿qué es y cómo se relaciona con la vida?

Hemos escuchado muchas veces que hay estrellas en el Universo que granos de arena en las playas de la Tierra. Y es precisamente siguiendo esta alegoría que podemos comprender los fundamentos de la entropía, una medida de cuántas formas distintas puedo reorganizar unas partículas y aun así, a nivel macroscópico, mantener un mismo estado.

Imaginemos que cada grano de arena de esta playa es un átomo de un sistema. Si queremos reorganizar estos granos para simplemente tener una montaña de arena, hay trillones y trillones de formas de hacerlo. Virtualmente, cualquier cambio que hagamos en los microestados de la arena van a conducir a la misma pila. Nos encontramos en un estado de alta entropía. Muchos microestados llevan a un mismo macroestado.

Pero ahora, imaginemos que construimos un castillo de arena. Si queremos reorganizar los granos para tener esta estructura, hay una cantidad infinitamente inferior de conseguirlo respecto a la pila de arena. Ahora, cualquier cambio que hagamos en él, va a hacer que nos separemos de ese castillo. Nos encontramos en un estado de baja entropía. Muy pocos microestados llevan a ese macroestado.

Y si no hacemos nada, no forzamos que el castillo mantenga su forma, cuando las fuerzas del Universo actúen sobre él, lo que va a suceder es que inevitablemente, va a evolucionar hacia el estado de mayor entropía. Por sí solo, el castillo va a convertirse en una pila de arena. Es cierto que el viento podría construir un castillo de arena, pero la probabilidad es abrumadoramente pequeña.

El orden y el desorden son solo concepciones humanas. El Universo no está jugando a desordenar la realidad. Está siguiendo las reglas del juego de la probabilidad. Y todo tiende hacia ese denominado desorden porque todo en el Universo es prisionero de la entropía. Y si no somos víctimas de este viaje inexorable hacia un futuro caótico es porque la vida es un resquicio de orden capaz de luchar contra ella. En su significado más fundamental, la vida es aquello que elude la degradación natural hacia el desorden y el equilibrio.

Cuando hace 3.800 millones de años las moléculas orgánicas de los océanos de esa joven Tierra se organizaron para formar una estructura biológica capaz de mantener un orden interno constante separado del desorden exterior, tuvo lugar el milagro de la vida. Esa primeras formas de vida dieron lugar a células que impedían que el incremento de la entropía que rige el Universo las dominara.

Eludimos el desorden y vivimos en el orden. Y durante miles de millones de años, la vida en la Tierra ha estado luchando contra la entropía, evolucionando hacia todos los seres vivos que habitan el mundo a día de hoy. Pero tras tanto tiempo, todo se sigue reduciendo a esa misma lucha. Mantener un orden molecular dentro de un Universo que nos empuja hacia el desorden.

Pero aunque podamos luchar contra esta tendencia, la vida tiene un límite. Porque todos, desde la forma de vida unicelular más sencilla hasta los seres humanos, somos prisioneros de otro de los grandes desconocidos. De un concepto que rige la evolución de todo lo que nos rodea pero que sigue siendo un misterio. El tiempo.

Una de las grandes incógnitas de la física siempre ha sido comprender por qué experimentamos este inevitable viaje temporal hacia el futuro. Ninguna ley, desde la mecánica clásica de Newton hasta la mecánica cuántica, parecía tomar en consideración la dirección del tiempo. Solo parecíamos entender que el tiempo era la cuarta dimensión de acuerdo a la relatividad general de Einstein, pero no había una explicación a por qué la termodinámica distinguía tan claramente entre el pasado y el futuro. Por suerte, descubrimos que había una razón. Y esa es la de que el tiempo es solo una consecuencia de esa tendencia del Universo hacia la máxima entropía.

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La flecha del tiempo y la entropía

Cambridge, Reino Unido. 1927. Veinte años después de la muerte de Boltzmann, sus teorías acerca de la entropía gozan, por fin, del consenso prácticamente total en la comunidad científica. Entendemos que todo en el Universo tiende hacia ese estado de mayor probabilidad, aquel en el que es termodinámicamente más estable y que nosotros percibimos como un viaje hacia el desorden y una separación del orden.

Y fue entonces cuando uno de los grandes científicos de la primera mitad del siglo XX llegó para cambiarlo todo. Su nombre era Arthur Eddington, astrofísico y filósofo británico que, trabajando como profesor en la Universidad de Cambridge, quiso explicar la irreversibilidad del tiempo. En un momento donde ninguna ley física explicaba por qué el tiempo fluía en una única dirección, Eddington bautizó un concepto basado en la asimetría entre el pasado y el futuro.

El mundo oyó hablar por primera vez de “la flecha del tiempo”. Eddington determinó que el tiempo era una entidad lineal que discurría sin interrupción desde el pasado hasta el futuro, empezando a avanzar en el momento del que más tarde se definiría como el Big Bang y haciéndolo sin descanso hasta la muerte del Universo.

Con esta teoría, Eddington estaba uniendo dos de los conceptos más misteriosos para la ciencia: la entropía y el tiempo. Porque con ella, vimos que el tiempo era simplemente una manifestación de esa tendencia inevitable hacia el desorden. Avanzamos en el tiempo porque el Universo está condenado a fluir hacia un estado de mayor entropía. El presente sería solo un estado de transición entre un pasado ordenado y un futuro desordenado.

El tiempo avanza porque la entropía más alta es estadísticamente más probable. Así que tal vez, entonces, el tiempo no sea más que un fenómeno estadístico. Una simple consecuencia de la probabilidad aplicada a la termodinámica. Esta concepción de la flecha del tiempo abrió la puerta a todo tipo de conjeturas que entraron al campo de la ciencia ficción.

Se empezó a hablar de cómo, si en un futuro fuéramos capaces de revertir la entropía con unas máquinas capaces de forzar una inversión y hacer que la entropía disminuyera, entraríamos en una nueva realidad donde la flecha del tiempo fluiría en otro sentido. Una realidad donde veríamos cómo el tiempo se invertiría. Donde las causas serían consecuencias. Donde las consecuencias serían causas. Donde nuestro pasado se convertiría en su futuro. Y donde su futuro sería un reflejo de nuestro pasado.

Todas estas paradojas temporales no hicieron más que demostrar que esa tendencia al aumento de la entropía era una forma de autoprotección del Universo. Esa tendencia al desorden era un fundamento tan fuerte de los pilares del Cosmos que permitía asegurar esa transición inevitable hacia el futuro. El orden dentro del desorden.

Haciendo tan abrumadoramente más probable la tendencia a la mayor entropía, el Universo estaba manteniendo esa flecha del tiempo perfectamente inexpugnable. La forma de asegurarse de que, si bien podría haber resquicios de lucha contra ese viaje al desorden, la entropía y el tiempo, de la mano, iban a hacer que todo evolucionara hacia el destino final del Cosmos.

Cuando comprendimos la relación entre la entropía y el tiempo, vimos que desde que Boltzmann estableciera su fundamentos matemáticos, estos nos estaban enseñando cuál sería el destino de todo lo que conocemos. Porque si todo tendía hacia ese estado de mínima energía, llegaría un punto en el que ya no podría haber una mayor entropía. Un momento en el que todo se detendría. Un momento en el que ya no sucedería nada y seguiría sin suceder nada para siempre. Un momento en el que el tiempo, simplemente, dejaría de existir.

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El Big Freeze: ¿la muerte térmica del Universo?

Próxima Centauri. 10 billones de años en el futuro. Nos encontramos en las inmediaciones de Próxima Centauri, en un futuro muy lejano. Hace miles de millones de años que la Tierra ha desaparecido engullida por el Sol. Pero la que fuera nuestra estrella vecina más cercana, continúa con vida. Dentro de 10 billones de años, solo las estrellas de su especie seguirán con vida.

Próxima Centauri es una enana roja, un tipo de estrella tan pequeña que quema su combustibel nuclear muy despacio, permitiendo esta abrumadoramente longeva esperanza de vida. Todas las otras estrellas más grandes, como nuestro ya desaparecido Sol, agotaron su combustible hace mucho tiempo, colapsando en agujeros negros o dejando remanentes de sus cenizas.

Pero nada, ni siquiera una enana roja, es eterno. Llegará un momento en el que Próxima Centauri y todas las otras estrellas de su especie en el Universo empezarán a apagarse. Y sin suficiente gas como para formar nuevas, la era de las estrellas está llegando a su fin. La entropía está conduciendo a un oscuro vacío donde el solo el efímero resplandor de las enanas blancas darán luz en medio de estos océanos de oscuridad.

El Cosmos está acercándose a lo que ha sido bautizado como Big Freeze, la muerte térmica del Universo. Las últimas estrellas se apagarán cuando el Universo tenga una edad de 100 billones de años. Y para entonces, su vida apenas habrá empezado. Con el tiempo, esas enanas blancas, los remanentes de los núcleos moribundos de lo que en su día fueron estrellas, también alcanzarán su ocaso.

En un proceso que todavía no hemos presenciado en el Universo debido a su juventud, estas estrellas se convertirán en enanas negras. El destino final de aquellas enanas blancas que se han hecho tan frías que prácticamente ya no emiten luz. Poco a poco, en una escala de tiempo inconcebible, el Universo empezará a acerca a la eterna noche. Los últimos fotones de las últimas estrellas serán el definitivo resquicio de luz que quedará en el Cosmos.

Pero incluso las enanas negras, cenizas de las estrellas donde los átomos son aplastados con tanta fuerza que adquieren densidades millones de veces, empezarán a desintegrarse. La materia de las enanas negras comenzará a evaporarse y será desplazada a la deriva del vacío como radiación, dejando absolutamente nada a su paso.

Con la desintegración de la última enana negra, no quedará ni un solo átomo de materia en todo el Universo. Todo lo que quedará de lo que alguna vez fue nuestro Universo, que en una ínfima fracción de su vida hizo posible la existencia de vida, serán partículas de luz y unos monstruos que tras sobrevivir al fin de la era de las estrellas, han llegado al trono. La era de los agujeros negros ha empezado.

Remanentes oscuros de lo que algún día fueron estrellas que colapsaron bajo su propia gravedad hasta fracturar el espacio-tiempo, estos monstruos reinarán en el Universo. El tiempo está empezando a carecer de sentido. Todo parece estático. La entropía nos ha conducido a un oscuro y frío vacío donde las colisiones de agujeros negros serán los únicos sucesos que nos demostrarán que el Cosmos, pese a todo, sigue siendo un lugar vivo.

Pero ni siquiera los agujeros negros pueden escapar de la entropía. Por los efectos cuánticos que tienen lugar en el horizonte de sucesos y en los que se crean pares de partículas virtuales, una de ellas consigue escapar del poder de atracción pero otra cae a la singularidad. A un ritmo inimaginablemente lento, los agujeros negros también se evaporan en lo que fue bautizado como radiación de Hawking.

Así pues, dentro de 10.000 billones de billones de billones de billones de billones de billones de billones de billones de años, incluso los agujeros negros habrán desaparecido, explotando en los que están destinados a ser los fenómenos más violentos del Universo. Pero queda tanto tiempo para ello, que si empezaras a contar los años tomando átomos representando cada año, no tendrías suficientes átomos en todo el Universo ni siquiera para acercarte a ese número.

Pero cuando ese futuro llegue, el Universo será pura radiación. Nada más. Y cuando todas estas partículas lleguen a la misma temperatura, la entropía habrá llegado a su máximo. Tras toda la historia del Cosmos, el viaje ha terminado. Por primera vez en su vida, el Universo será absolutamente inmutable. No ocurre nada. Ya no hay forma de medir el paso del tiempo. Porque nada cambia. La flecha del tiempo ha dejado de existir. La entropía nos ha arrastrado al fin de todo. El tiempo ha dejado de tener sentido. El destino de todo lo que alguna vez haya sido el Universo está escrito en las leyes más fundamentales del Cosmos. Y ese no es otro que la nada. Para toda la eternidad.

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